jueves, 1 de octubre de 2009

EL FUTURO ES NUESTRA MÁS CONMOVEDORA RESPONSABILIDAD

Óscar Arias Sánchez
Presidente de la República de Costa Rica
Apertura de la Conferencia de las Américas
Coral Gables, Florida
29 de septiembre de 2009

Amigas y amigos:

En los relatos mitológicos del dios Odín, deidad principal de la cosmogonía nórdica, se narra la existencia de dos cuervos asesores, Hugin y Munin, que al alba sobrevolaban el mundo recogiendo información para el monarca escandinavo. Hugin era el pensamiento. Munin, la memoria. Para gobernar sabiamente, Odín necesitaba del diario consejo de ambos. Me gusta esta anécdota porque subraya la importancia del recuerdo en la política, y también porque nos advierte que el recuerdo es insuficiente si no va acompañado del pensamiento, si no va acompañado de la razón que extrae del pasado las lecciones para el presente.

Hoy estamos aquí reunidos para discutir el destino de esta región de luces y de sombras, y no podremos hacerlo si no reservamos sobre nuestros hombros espacio para las aves que esta mañana exploraron nuestras tierras; si no escuchamos el clamor de hechos terribles y recientes, que nos exigen emplear nuestro pensamiento para encontrarles solución, y nuestra memoria para impedir que se repitan. Hoy los cuervos consejeros nos traen la noticia funesta de un golpe de Estado en la República de Honduras; del indiscutible aumento de la carrera armamentista latinoamericana; de la peor crisis económica que ha sacudido al mundo en los últimos 80 años; de la guerra sin cuartel contra la naturaleza en nuestro planeta; y de tantas y tan variadas congojas que no nos alcanzaría el espacio, ni el tiempo, para cubrirlas todas.

Es por eso que hoy quisiera hablarles exclusivamente de Honduras, y del dramático retroceso histórico que significan los hechos ocurridos en este país hermano. Después de que nuestra región lograra rehuir, durante más de dos décadas, al verdugo dictatorial; después de haber alcanzado el logro capital de educar a una generación entera de jóvenes, lejos del dolor de un golpe militar, el 28 de junio América Latina despertó, como Gregorio Samsa, el protagonista de La Metamorfosis de Franz Kafka, a una realidad espeluznante. La regla más distintiva de la democracia, la de permitir la sucesión pacífica del poder, fue vulnerada con la remoción violenta de un presidente electo por el pueblo.

Más allá de las discusiones semánticas que puedan sostenerse, lo cierto es que la comunidad internacional condenó unánimemente los hechos como un golpe de Estado. No tiene sentido seguir insistiendo en otros títulos. Ni tiene sentido intentar atemperar lo ocurrido con adjetivos como “golpe de Estado moderno”, “atípico” o “sui generis”. Porque también un golpe, aunque se vista de seda, golpe se queda.
Y antes de continuar debo hacer una aclaración que considero fundamental: el repudio a lo sucedido en Honduras no proviene de una afinidad ideológica con el Presidente José Manuel Zelaya, ni con sus más pintorescos aliados en la región. La democracia es un sistema que defiende instituciones, no personas; le importan las reglas del juego, no los protagonistas; o, apelando a la célebre frase de John Adams, es “el gobierno por las leyes, y no por los hombres”. Es muy fácil respetar los derechos de quienes piensan igual que nosotros. Defender los derechos de quienes piensan distinto, ése es el reto democrático.

Es por eso que no dudé en recibir al Presidente Zelaya en su arribo a Costa Rica, después del golpe de Estado. Es por eso que mi Gobierno fue el primero en el mundo en repudiar su expulsión de Honduras. Y es por eso que cuando ambos sectores del conflicto me solicitaron que fungiera como mediador, acepté la responsabilidad consciente de los retos que implicaba.

Ustedes fueron testigos del trabajo que hicimos. Durante largos días y largas noches trabajamos para acercar a los sectores del conflicto. Por primera vez en la historia de la humanidad, se estableció un diálogo tendiente a revertir un golpe de Estado. A partir de las preocupaciones que nos expresaron ambas delegaciones hondureñas, pero también diversos grupos nacionales e internacionales, elaboramos una propuesta que dimos a conocer como el Acuerdo de San José, un documento que aún hoy continúa siendo la base de los esfuerzos de diálogo, y cuyo principal punto es, y seguirá siendo, la restitución del Presidente José Manuel Zelaya en la Presidencia de la República de Honduras, hasta el fin de su mandato constitucional.

El sorpresivo retorno del Presidente Zelaya a su país, y su permanencia en la Embajada de Brasil en Tegucigalpa, han reavivado la necesidad de diálogo, ante el peligro de un brote de violencia en las calles. Hoy quiero hacer un llamado a ambos sectores del conflicto a que renuncien a la guerra de palabras. Una escalada verbal se traducirá, casi forzosamente, en una escalada de violencia. Antes que nada, por encima de cualquier interés o agenda, está la necesidad de preservar la calma. Todo menos la muerte puede ser solventado. Nada amerita que se derrame sangre entre la población. Ni siquiera la defensa de los más nobles ideales. Antes bien, si vamos a defender la democracia, defendámosla con sus propios instrumentos: con el diálogo y el entendimiento, con el respeto y la prudencia, con la paz y la tolerancia.
Y esto vale, tanto más, para los demás líderes de la región cuyas declaraciones atizan el fuego en lugar de aplacarlo. Quien anteponga su afán de protagonismo a la paz de un pueblo, habrá de rendirle cuentas a la historia. Sobre sus consciencias quedará haber trocado vidas a cambio de cinco minutos de gloria.

La guerra de palabras debe cesar de inmediato, porque obstaculiza la concreción de un acuerdo que es esencial para que la comunidad internacional reconozca la legitimidad de los comicios de noviembre. Algunos países han manifestado ya que no endosarán el resultado de las elecciones en el tanto no se suscriban, y ante todo se cumplan, los puntos del Acuerdo de San José. El Gobierno de facto ha dificultado aún más ese reconocimiento internacional con la promulgación, el sábado pasado, de un decreto de suspensión de las garantías individuales, que impone un toque de queda durante 45 días, es decir, la parte más importante de la campaña electoral. Dicho decreto prohíbe, además, “toda reunión pública no autorizada por las autoridades policiales o militares” e impide “emitir publicación por cualquier medio de comunicación hablado, escrito o televisado, que ofendan la dignidad humana, a los funcionarios públicos, o atenten contra la ley y las resoluciones gubernamentales; o de cualquier modo atenten contra la paz y el orden público. Conatel, a través de la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas, queda autorizada para suspender cualquier radioemisora, canal de televisión o sistema de cable que no ajuste su programación a las presentes disposiciones”.

¿Qué tipo de elecciones democráticas son éstas, en donde no se pueden realizar reuniones públicas sin autorización del ejército? ¿Qué tipo de elecciones democráticas son éstas, en donde los medios de comunicación pueden ser clausurados por contravenir “disposiciones gubernamentales” no especificadas? Habría que ser un desmemoriado para que este decreto no evoque recuerdos de un ingrato pasado latinoamericano. Insistir en celebrar elecciones en estas circunstancias, despreciando los puntos del Acuerdo de San José e impidiendo el ejercicio de derechos fundamentales, es poner cuesta arriba un reconocimiento electoral necesario para devolverle a Honduras su status en la comunidad internacional. Quiero ser categórico en esto: esta crisis no se resuelve solamente con elecciones. Se resuelve con elecciones que sean reconocidas por todos. Y ese reconocimiento ha sido condicionado, por algunos, a la suscripción del Acuerdo de San José; y será condicionado, por muchos, a que la campaña electoral respete las garantías democráticas.

Solventar esta crisis es devolverle la tranquilidad a más de siete millones de hondureños, pero es también asegurar la vigencia de la democracia en América Latina. El costo de fracasar, el costo de que quede impune un golpe de Estado, es establecer un precedente nefasto para una región demasiado tentada por el espejismo autoritario.

Si hay algo más alarmante que los hechos ocurridos en Honduras, es la sospecha de que pudieron ocurrir también en buena parte de Latinoamérica. Las causas inmediatas del conflicto hondureño son de sobra conocidas. Pero tengamos el cuidado de no confundirlas con las causas de fondo. Esas causas se repiten, como patrón de desastre, en muchos de nuestros países: es la presencia de ejércitos fuertes en democracias débiles; es la persistente entrega de poder a autoridades militares, que no parecen estar sometidas a las autoridades civiles; es la debilidad de nuestras instituciones, que son incapaces de darle vigencia plena al Estado de Derecho; es la propensión de nuestros Gobiernos de reescribir las Constituciones Políticas cada cinco años, con el resultado inevitable de textos reglamentistas y coyunturales; es la pasividad de una comunidad internacional que espera a que sea demasiado tarde para levantar la voz de alerta; es la polarización política atizada por discursos gastados, pero que tienen impacto en poblaciones carentes de una verdadera cultura cívica; y es, sobre todo, el obstinado desprecio a los procedimientos que demuestran muchos líderes de la región.

¿Por qué nos extrañamos de un golpe de Estado, en una región que este año gastará casi 60 mil millones de dólares en sus ejércitos, a pesar de que 200 millones de latinoamericanos viven en la pobreza, y la escolaridad promedio de nuestros países es de apenas 7 años? ¿Por qué nos extrañamos de un golpe de Estado, en una región en donde las armas convencionales fluyen de un extremo a otro, alimentando el irrespeto a las más elementales normas de convivencia humana, ante la pasiva actitud de los Gobiernos? ¿Por qué nos extrañamos de un golpe de Estado, en una región en donde parece ser más importante alimentar el vientre de un cañón que el de un niño; dar entrenamiento a un soldado que educación a un joven; reforzar los cuarteles militares que fortalecer las instituciones democráticas? La tierra que inspiró la Crónica de una Muerte Anunciada debería saber, a estas alturas, que en ella el realismo mágico tiene más de realidad que de magia.

Lamentablemente, no estamos solos en esta locura. El mundo gasta 3.500 millones de dólares diarios en armas y soldados, diez veces más que toda la ayuda internacional. El año pasado, las naciones más poderosas del planeta vendieron más de 42 mil millones de dólares en armas al mundo en desarrollo. ¿Qué es esto sino la más demencial carrera hacia un despeñadero? Así lo dije el jueves de la semana pasada, ante una sesión del Consejo de Seguridad dirigida por el Presidente Barack Obama: “no ignoro que aquí están representados los mayores vendedores de armas en el mundo. Pero hoy no le hablo a los fabricantes de armamentos, sino a los líderes de la humanidad, a quienes tienen la responsabilidad de poner los principios por sobre las utilidades, y hacer cierta la promesa de un futuro en donde, finalmente, podamos dormir tranquilos”.

Mi Gobierno ha abogado sin descanso por la aprobación del Consenso de Costa Rica, una iniciativa internacional que crea mecanismos para perdonar deuda externa y apoyar con recursos financieros internacionales, a los países en vías de desarrollo, pobres o de renta media, que inviertan cada vez más en protección del medio ambiente, educación, salud, vivienda y desarrollo sostenible para sus pueblos, y cada vez menos en armas y soldados. Estoy convencido de que, al menos en nuestra región, las armas van en relación inversamente proporcional al progreso y al bienestar de nuestras naciones, y que Latinoamérica no saldrá del albañal en que se encuentra desde hace décadas, en el tanto no escoja a sus pueblos por sobre sus ejércitos.

Amigas y amigos:

Quiero agradecer al Miami Herald, al Banco Mundial y a la Universidad de Florida la generosa invitación para acompañarlos en esta Conferencia de las Américas. En particular agradezco a Andrés Oppenheimer, una de las voces racionales más audibles en la región. Todo el propósito de este discurso no es más que eso: un esfuerzo por hacer prevalecer la razón. Un esfuerzo porque la luz finalmente le gane terreno a las sombras en Latinoamérica.

Sobre nuestros hombros queda el ave de la memoria, cuyo graznido irreductible es la advertencia del riesgo de volver al pasado. Y queda también el ave del pensamiento, la posibilidad de transformar nuestros errores del “antes”, en virtudes del “después”. Ése es el sino del progreso de nuestra especie. El futuro es nuestra más conmovedora responsabilidad, porque es la suma de todos nuestros miedos y de todas nuestras esperanzas, es la ilusión de construir un día en que los seres humanos puedan decir “nunca más”. Nunca más Hiroshima y Nagasaki. Nunca más Dresden y Hanoi. Nunca más Auschwitz y Treblinka. Nunca más Santiago y Buenos Aires. Nunca más Tegucigalpa. Nunca más.

Muchas gracias.

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